«UNA TARDE DE LEVANTE»

Caminaba como tantas veces por la calle peatonal del centro de mi ciudad. Era domingo por la tarde y la calle estaba desierta. Un cielo encapotado y un viento fresco de levante presagiaba que el resto de la tarde iba a estar pasada por agua. Caminaba sumido en mis pensamientos sólo acompañado del sonido de mis pisadas en el húmedo pavimento y el ulular del viento entre las pocas hojas que quedaban en los árboles. A mis treinta y tantos años ya había podido comprobar que la vida es maravilllosa, pero también que te golpea fuerte. La abuela había muerto. Era algo normal, cumplió su ciclo y se nos fue. Con ella se fue una etapa maravillosa de mi vida. Se cerraba una puerta que nunca se volverá a abrir, y conforme seguía caminando, me iba acercando a «La casa de la abuela».

Como tantas veces a lo largo de los años, al pasar por debajo del cierro del salón alcé la vista. En la memoria tengo grabada a fuego la imagen de mi abuela asomada saludándonos con la mano, con la araña del salón iluminada al fondo. Pero esta vez lo único que vi fue un triste cartel naranja con la frase «Se vende»….

Toda mi infancia y gran parte de mi vida concentrada en esas dos malditas palabras. Observando el cartel caí en la cuenta de que en el balcón de la esquina del salón se había descolgado la cortina. Me dije que en algún momento debería subir a colocarla. En eso estaba cuando escuché que me llamaban por mi nombre. Giré la cabeza hacia la derecha y vi que por la acera de la iglesia venía caminando Laura.

Pero…aquello no era posible. Laura había muerto hacía tres años en un accidente de tráfico. Era mi prima pequeña y con tan sólo 26 años nos dejó tras un mes de lucha en un hospital. Aquel fue el golpe que me hizo tomar conciencia de que la vida te pega duro y que en un instante tu vida cambia para siempre. Laura ya no estaba, no la veríamos nunca mas. Pero allí estaba Laura, avanzando por la acera, con un precioso vestido blanco, mirándome y sonriendo. Tenía una expresión divertida, supongo que al ver mi cara de asombro. Al llegar a mi altura me saludó y sin perder esa expresión en su rostro, me dijo:


-Oye, Javier, ¿Puedes subir conmigo a casa de la abuela?. Quiero mostrarte algo.


Totalmente aturdido la seguí hasta el portal. Subimos por las viejas escaleras que tantas veces habíamos subido corriendo de pequeños porque nos daba miedo y llegamos a la puerta. Laura abrio y entramos. EL largo pasillo con el gran ventanal de la derecha que da al patio de luces proporcionaba la única y escasa iluminación. Olía a cerrado, a humedad, pero también percibí un vago aroma a pestiños de la abuela, mezclado con olor a pintura, siempre se pintaba toda la casa antes de cada navidad.

Avanzamos por el pasillo, pasamos por delante de la oscura cocina, y giramos a la derecha por el segundo pasillo. Llegamos al salón. Aquel salón que nos parecía tan grande. Con su cierro al frente y su balcón a la izquierda, la lámpara de araña en el centro, el cuadro de la Santa Cena en la pared de la derecha, el sofa y la mecedora de la abuela al frente, la mesa del comedor a la izquierda, y frente a la mecedora y el sofá el gran mueble repleto de marcos con fotos de nietos, bisnietos y bodas. Recuerdos de tiempos felices, ahora sumidos en oscuridad.

Los postigos estaban medio cerrados y todo estaba oscuro. La disposición del salón era la de toda la vida, nada había cambiado, exceptuando la gran capa de polvo que cubría todo y el enjambre de telarañas que había por doquier. Ante la vorágine de sensaciones que estaba procesando en ese momento, solo se me ocurrió preguntarle a Laura.


-¿Y la abuela?.


-¿La abuela?. Ah si, no te preocupes, ahora viene.


A continuación escuché un caminar de zapatillas que se acercaba por el pasillo…inconfundible…..venía la abuela. La abuela que había muerto hacía seis meses sin saber quien era ni lo que fue, rodeada de sus hijas y nietos, que para ella ya sólo éramos extraños. Cuando entró en el salón y me miró contuve la respiración… y entonces abrió los brazos en un gesto muy suyo , sonrió y exclamó:


-¡Javier!.


La abuela estaba bien, como siempre, me acerqué, me besó y me abrazó. Pero claro, la abuela estaba muerta, ¡Yo lo sabía!, y Laura también lo estaba. Entonces ¿Qué estaba ocurriendo?.


-Se que no entiendes nada- Me dijo Laura con su media sonrisa en la cara- Pero creo que ahora lo entenderás.


En ese momento ocurrió algo asombroso. Los postigos se abrieron y dejaron entrar la luz del sol. Una luz radiante y maravillosa que no existía cuando estaba abajo y me encontré con Laura. Era una tarde negra y desapacible, pero en aquel momento sin saber el por qué los rayos de sol inundaron la estancia. Las telarañas y el polvo habían desaparecido, el olor a recién limpio, a café con leche y tostadas con tulipán, a los geranios del balcón, a mañana primaveral en casa de la abuela se habia apoderado del lugar. Era exactamente el recuerdo que tenía de niño cuando nos quedábamos a dormir en casa de la abuela y nos despertábamos el sábado por la mañana.

Por las ventanas abiertas se oía un agradable bullicio de risas y conversaciones animadas. Las campanas de la iglesia repicaban a misa y los gallos de las casas matas del cerro cacareaban alegremente.


-Ven, Javier, asómate al balcón- Me dijo Laura.


Me asomé y vi a mucha gente vestida con ropas de todas las épocas caminando y haciendo corrillos en la calle por la que hacía un momento yo iba caminando y estaba desierta y gris. Todos se saludaban animadamente, reían y parecían tremendamente felices. Entonces Laura me dijo:


-Todos están muertos, al igual que la abuela y yo. Pero todos son felices.

Nosotras vivimos aquí, en la casa de la abuela y nunca hemos sido tan felices . Pero esto que tu ves ahora, la luz, el sol, las risas, la felicidad al fin y al cabo, es nuestra realidad actual, un mundo que los vivos no podéis ver.

Mientras tu venías caminando por una calle sombría y solitaria, esa misma calle para nosotros es la que te muestro ahora. Cuando hemos entrado aquí, has visto soledad, oscuridad y desolación, pero yo vivo en la casa de la abuela de siempre, el lugar donde hemos sido mas felices que en ningún otro lugar. No estés triste, Javier, nunca más vuelvas a estar triste cuando te acuerdes de nosotras, porque cuando lo hagas, recuerda que nosotras estamos aquí, en «el salón», tomando té con leche y biscotelas. Y aquí os esperaremos por toda la eternidad.


Entonces me desperté. Sí, había sido un sueño, un sueño increíble y turbador. Tan real que juraría que aún podía oir la voz de Laura. Me senté al borde de la cama con la respiración agitada y en shock, intentando asimilar qué era lo que acababa de suceder. Llegué a la conclusión de que Laura y la abuela me tenían que dar un mensaje. Jamás he vivido nada semejante a aquel sueño, y desde entonces no volví a estar triste por Laura y por la abuela, ni tampoco por no volver a su casa. Desde entonces se que me esperan en «El salón» con té con leche y biscotelas.

José Ramón Pérez
Agosto 2.018

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